No
hay palabras que expliquen la salida de este sol que me anunciaron
tal cual en el viaje hacia un horizonte de salvaje oeste. Nadie
comenta tampoco el temblor en mis dedos de campesino que se ve forzado, una
vez más, a ser fuerte. Disparo y, al otro lado de la calle, el aire
recalentado por la bala ni siquiera hace temblar a ese que llaman
pistolero. Risas de fondo al sentir, más que ver, la orina en mis
pantalones. Cuatro metros más a la derecha, gritan los borrachos.
Sé que esas risas son las mismas que acompañaron mis primeros pasos de
paleto en el puerto atlántico. Y al perder el tren o ser escupido
en la taberna. Segundos nada más y mi dedo inconsciente en su venganza lejana golpea de nuevo
el gatillo. El peligroso hombre cae con un agujero en el ojo, otro
ojo haciéndose un sitio en la espesura de su cerebro sin encontrar
cartas de propiedad. No hay ley, dijeron, y el caos silencioso
acompaña ahora la caída leve del cuerpo en la tierra húmeda de
noche. Él, invencible, ha sido derrotado por el torpe David. Esta ha sido siempre tierra de religión. Todos
callan y mi revólver se encasquilla ahora que ya para nada sirve.
Alguna vez tenía que tener suerte, alguna vez mi anonimato entraría
a formar parte de las leyendas, según me prometieron.
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